El resplandor se veía a kilómetros de distancia. Lenguas de fuego anaranjado barrían hectáreas de monte, mientras el coche daba algún bandazo que otro, a causa del viento. Ciertamente impresiona cuando te encuentras algo así. Y empiezas a preguntarte si de verdad la naturaleza es tan sabia como dicen. Te planteas cómo ha consentido que un virus tan dañino, como lo es el ser humano, haya invadido su entorno, perjudicándola de esta manera.
Un incendio como ese puede ser oportuno, con ese viento; incluso circunstancial, pero que había sido provocado está clarísimo. Aunque sea de forma accidental. Desde luego un rayo no fue, teniendo en cuenta que, a pesar del enorme viento, la noche estaba clara y llena de estrellas. Lo sé porque en la quietud de la noche, el cielo palpitaba de vida en forma de estrellas titilantes.
Una vez en casa, algo más tarde, fumándome un cigarro en el deslunado de la cocina, volví a mirar al cielo, y recordé mi adolescencia, como tantas veces hago, rememorando aquellas noches de dormir al raso, cuando un cielo negro y leche caía a plomo sobre mis fantasías más idílicas. Me digo a mi mismo que es tan solo nostalgia de unos viejos tiempos que no han de volver. Intento entonces no arrepentirme de estar en el presente, y lo consigo porque aquí también tengo cosas buenas.
Doy otra calada y el resplandor anaranjado del cigarro vuelve a transportarme a aquella Tramuntana que sé que siempre me espera. Recuerdo que a veces ella también se ha quemado, desde la azotea de un edificio en Palma, también en la noche, y también plagada de estrellas blancas y brillantes.